Comments
Transcript
Primeras páginas Hasta donde me lleve el viento
Un jardín secreto de mástiles y colores Y todo empezó casi por casualidad, como si fuera un cuento... El velero estaba bajo un montón de nieve, apartado en un rincón del varadero, medio cubierto por un toldo roto, maderas, tablas, ruedas y todo tipo de cosas desechadas que la gente del puertito había apiñado a su lado. No sé cómo reparé en él; parecía abandonado. Cuando me acerqué con curiosidad, apartando trastos viejos, advertí que bajo su mástil inclinado en cubierta un nido de pájaros se protegía del duro invierno canadiense. Le pinté unos ojitos y cuando él pestañeó le pregunté: “¿Me llevas a cruzar el Atlántico?”. Dos meses más tarde, desde el muelle mi madre nos miraba alejarnos, mientras mis amigos, más amigos que nunca, que habían ido a despedirse de mí al puerto de Toronto, al final me acompañaban a lo largo de las 120 millas hasta el otro lado del lago Ontario, donde me dejaron entre abrazos, hablando de mujeres y prometiendo escribir. Ahora estoy solo con mi barco, el Charrúa. Lo llamé así porque es el nombre de la última tribu de indios que hubo en Uruguay. Recuerdo que un día en el colegio, el cura, que era un apasionado del teatro, se levantó impetuosamente de su asiento, extendió las manos en gesto dramático y bajando 23 / Eduardo Rejduch de la Mancha / la mirada leyó unas frases sobre los charrúas con voz entrecortada: “Lamentablemente poco sabemos sobre ellos, pues se extinguieron peleando por su territorio. Solo cabe pensar que, como seres humanos, fueron valientes, soberbios y libres”. Creo que a esas frases se debe que muchos en mi colegio quisiéramos ser indios y no cowboys cuando jugábamos en los recreos. Pero charrúa, para los sudamericanos, es sinónimo de Uruguay, ese paisito en el que por suerte me tocó nacer. Por eso mi velero tendría el nombre de aquel lugar y aquellos indios. Fundaba así mi pequeña república nómada, en la cual iba a vivir tantas cosas. Mes de julio, pleno verano en el norte de Estados Unidos. Aguardo, después de haber bajado y acomodado el mástil sobre cubierta, en la marina de Oswego, a que abran la primera esclusa de las veinticinco que tendré que recorrer por estos canales, construidos a principios del 1800 para conectar el lago Ontario con el río Hudson y de ahí al puerto de Nueva York. A las ocho en punto se abren las compuertas, se enciende una luz verde y yo me adentro despacio por este oscuro callejón, profundo y de altas y musgosas paredes que chorrean agua. Me acerco solitario a estribor y me aferro a una herrumbrosa escalera de hierro, esperando que vuelvan a cerrar las compuertas detrás de mí y dejen entrar el agua que nos subirá hasta el próximo nivel. Miro hacia arriba, a ese hueco rectangular celeste de cielo claro. Hay olor a humedad y madera vieja en este pozo... Me doy cuenta de que estoy empezando otra vida. Hace solo un año que tuve mi primer encuentro con los veleros. Ocurrió en el puerto de Barcelona, donde iba a encontrarme con mi amigo Carlos Barboza. Nos conocíamos desde la niñez, allá en el barrio de La Blanqueada, en un Montevideo que en aquel tiempo dormía plácidamente entre emigrantes, 24 / Hasta donde me lleve el viento / carnavales y fútbol en las calles, para despertar en los años setenta, como nuestros países vecinos, a bombazos, con los militares avanzando por las avenidas y situando al país en el contexto de una Latinoamérica militarizada. Ahora nos abrazábamos en una mañana soleada, en la terraza del Real Club Marítimo, sito en el Moll d’ Espanya s/n. Para encontrarlo, había atravesado una explanada donde descargaban maderas de un barco y luego seguido una estrecha calle entre antiguos hangares que terminaba delante de un portón de hierro medio abierto, donde colgaba un cartel con su nombre. Al cruzarlo tuve la sensación de que entraba en un jardín secreto de mástiles y colores. Una especie de pueblito de veleros con calles flotantes, que sobrevivía oculto o invisible en un rincón de este puerto industrial. Al verlos por primera vez tuve la impresión de que formaban una bandada de bellas aves dormidas, tal vez esperando al mago que las despertase para, con la libertad que les proporcionaban sus alas blancas, partir llevadas por el viento. Me quedé en Barcelona y me puse a trabajar en los veleros, haciéndoles barnices y pintándolos, lo que fue una linda forma de empezar a conocerlos. Después, con Carlos trajimos al Club un casco que encontramos medio hundido en un puertito de Areyns de Mar y nos lanzamos con muchas ganas a intentar construir nuestro propio velero, el Ibis. Trabajábamos de la mañana a la noche sin parar y en poco tiempo fuimos una especie de atracción. Para los socios del Club se convirtió casi en un ritual pasar a vernos diariamente, para seguir de cerca nuestros progresos y charlar con nosotros. Muchos nos ayudaban dándonos materiales que pudieran ser útiles, y otros reunían todo lo que tenían para tirar o ya no les servía y lo donaban generosamente, diciéndonos que serían elementos “imprescindibles” para el velero. Así que, 25 / Eduardo Rejduch de la Mancha / aparte de viejas cornamusas, maderas y velas, en el barco teníamos un par de esquíes para la nieve, una lámpara de pie muy bonita y un cocodrilo embalsamado. Después estaban los que te aconsejaban: “Yo le pondría un tambucho aquí o allá”, “una torreta para mirar lejos”, “un cañón para defenderte”, “la cabina más alta” o “más baja”. Hubo hasta quien propuso un segundo piso y terraza. Pero los más temibles eran los que pasaban indiferentes observando de soslayo, esperando que terminaras algo para venir a decirte cómo tendrías que haberlo hecho mejor: “Pero chavales, mejor hubiérais puesto una cubierta más gruesa, que resiste más”, y luego, para amargarte del todo, te dejaban caer: “Si me hubiéseis preguntado, yo tenía unas planchas de madera en casa que no me servían... ”. Si por toda respuesta les dábamos silencio y seguíamos trabajando, serrucho y martillo en mano, podían remachar sin sacarse las manos de los bolsillos: “A un amigo que puso una igual, una ola lo partió por la mitad durante un temporalillo de levante, pobre gente”. Claro, los dramas podían subir de intensidad si continuábamos inmutables, y al despedirse lanzarnos una granada: “¡No se salvó nadie!... ¡Absolutamente nadie!”. Y se iban tan tranquilos a tomarse una cerveza al bar, dejándonos, inocentes aprendices, abrazados como pollitos temblorosos. Cuando el velero estaba casi terminado, recibí una carta de mi madre desde Canadá, donde me contaba que la habían operado de los juanetes, por lo cual estuvo internada quince días en un hospital. Acodado en la barra del bar El Xampanyet, se lo comenté a Carlitos, que me respondió: “¿No tendrá alguna otra cosa que no ha querido decirte?, porque quince días en un hospital por unos juanetes... ”. Mientras Carlitos pagaba la cuenta yo volaba a Toronto, desesperado. 26 / Hasta donde me lleve el viento / Cuando llegué, pensando verla postrada, llena de tubos, sueros y oxígeno, la encontré en la puerta de su casa saliendo con el carrito de la compra. Eché a correr y la abracé. –¡Mamá! –¡Hijo! –Pero bueno, ¿estás bien? ¿No me decías en la carta que habías estado quince días en el hospital? Me explicó que, como no podía caminar, había preferido quedarse unos días en la clínica, donde además se comía muy bien. Luego de las lágrimas me dijo que el dinero que yo había ahorrado para comprarle una casa, lo mantenía intacto y no lo necesitaba. Así pues, de golpe no solo me encontraba a mi madre en perfecto estado de salud, sino además con una fortuna de 15.000 dólares, bien ganados en tres años de trabajo en una fábrica canadiense de zapatos y de titiritero independiente. Al instante me surgió la fantástica idea de volver a Europa en un velero. Completamente excitado, estaba resuelto a hacerme al mar sin más, olvidándome del insignificante detalle de que yo no sabía navegar. Cruzaría el océano Atlántico por el norte, estaba decidido, quería sentir en el mar lo que viven los personajes de las novelas. No arriesgaba nada, me apostaba a mí mismo en el proyecto, solitario, anónimo, y la fe que me tenía en saber resolver los problemas que se fueran presentando. La aventura por la aventura. ¡Alegría, alegría! Mi corazón entusiasmado había cambiado su ritmo, ahora latía fuerte. Tenía esa sensación que produce el riesgo, una especie de miedo, vértigo y a la vez atracción que te corre por dentro, te tienta y te lleva. Tener un barquito mío y cruzar el océano empujado solo por el viento, en una época como esta, era algo totalmente romántico, épico, y al final tendría también algo de íntima gloria. Ahora se me había presentado esta oportunidad por la 27 / Eduardo Rejduch de la Mancha / bendita casualidad de unos juanetes, y bien valía la pena vivirla. Saldría del seguro cielo para tomar una copita con el diablo. Si lograba cruzar el Atlántico, llegaría a la costa de Portugal o España aunque fuera nadando con algún resto del barco bajo el brazo. Sería lo más fabuloso que viviría en mi vida. Faltaban dos meses para el verano, la mejor época para cruzar. Conseguí trabajo, de pintar un hotel, pues necesitaba más dólares para pagar el barco y comprar las cosas que faltaban para ponerlo a punto. Con las velas, mi experiencia se limitaba a una salida con el Ibis para probarlo, en la que no hubo casi viento, pero la lógica decía: a mucho viento, poca vela; a poco viento, mucha vela. Compré un timón de viento “fundamental –había dicho Julio Villar–, así como una balsa salvavidas”, pero la balsa costaba una fortuna y cuando abrí mi raquítico billetero tuve que conformarme con un humilde dinghy o bote inflable de playa con dibujos de patitos y palmeras. Pero desperté de mi ensoñación náutica cuando adquirí un sencillo sextante de plástico (caja de cartón incluida) por 15 dólares, pues al tenerlo en mis manos me di cuenta de que no solo no sabía usarlo, sino que tampoco sabía trazar un rumbo en la carta, ni ¡nada! Le escribí a Carlos, en Barcelona, para que me mandase urgente toda la información necesaria para navegar. Él me envió un librito de veinte páginas, cuya primera mitad trataba la historia del sextante (ilustraciones incluidas) y la otra mitad, en letra pequeña, era un montón de fórmulas extrañas que a simple vista parecían indescifrables. Lo metí en el saco, ya tendría tiempo de estudiarlo en el camino, pero para más seguridad compré un Manual de la navegación en inglés y agregué otro de Sobrevivir en el mar que gentilmente me regaló, con una palmadita en la espalda, el encargado del pequeño puerto donde estaba fondeado. 28